El hombre muerto
Cuando
desperté el sol se había metido por la rendija. Me incorporé con dificultad.
Miré por la ventana y una caravana de gallinas, cerdos y vacas marchaba al
compás del viento. Entró Martha, mi esposa; lloraba. No me saludó, ni siquiera me
miró. Pensé que aún estaba molesta por la borrachera de la otra noche. No dije
nada para no avivar el su fuego. Salí al patio.
Observé a lo
lejos a la vieja Carmita, cargaba un caldero grande y negro. La llamé, pero no
me escuchó.
—Parece que va
a llover —dijo una voz atrás de la rancheta— vamos a tener que adelantar todo.
No es fácil caminar con el lodo que se arma cuando llueve… y más con semejante
carga.
No me preocupé
por aquel asunto. Recordé que mi burro estaba sin mudar. Caminé hacia el monte.
A varios metros lo vi y me acerqué a él.
—¡Quiko!. -grité.
El animal
volteó, me miró y empezó a rebuznar como asustado.
—¡Quiko,
quieto! –le repliqué.
Mas la bestia
como quien le huye al demonio emprendió la huida, rompiendo de un tirón el lazo
que le ataba. Traté de alcanzarlo. No pude. A lo lejos vi un hombre: blanco,
delgado, alto, con el rostro cansado y
lleno de arrugas. Me acerqué a él. Era Polo, el viejo Polo a quien no le gusta
hablar más que para pedir comida o agua. Pasó por mi lado.
—¡Buen día,
viejo! -dije.
Polo no me
contestó. Decidí caminar con él. Viajamos más o menos cien metros sin decir
palabra alguna.
—¿Cómo está el
platanal? -le pregunté para entablar conversación.
El continuaba
callado. Llegamos a la puerta del cementerio. Polo entró. Yo no: me aterran
esos lugares. Decidí regresar a casa. Justo detrás de la estancia estaba mi
mujer, aún lloraba. La miré, me acerqué a ella y le susurré:
—Mujer, para
de llorar.
Sus ojos
húmedos se tornaban rojos y los movía con impaciencia, sus manos le temblaban
al unísono de sus dientes, titiritaba.
—Ya no lo
vuelvo a hacer. -dije para consolarla.
Y ella, desesperada, se marchó gritando:
—¡Noooooo, no
puede ser, no!
La seguí. Entró
a la sala. Se detuvo delante de un ataúd. Me paré en la puerta asustado. A
pesar de mi temor quería saber quién ocupaba aquel cajón. Empecé a caminar
hacia el féretro. Llegué hasta él. Lo miré y vi mi rostro en el del muerto.
Faustino Medina
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