El hombre muerto
Cuando desperté el sol se había metido por la rendija. Me incorporé con dificultad. Miré por la ventana y una caravana de gallinas, cerdos y vacas marchaba al compás del viento. Entró Martha, mi esposa; lloraba. No me saludó, ni siquiera me miró. Pensé que aún estaba molesta por la borrachera de la otra noche. No dije nada para no avivar el su fuego. Salí al patio. Observé a lo lejos a la vieja Carmita, cargaba un caldero grande y negro. La llamé, pero no me escuchó. —Parece que va a llover —dijo una voz atrás de la rancheta— vamos a tener que adelantar todo. No es fácil caminar con el lodo que se arma cuando llueve… y más con semejante carga. No me preocupé por aquel asunto. Recordé que mi burro estaba sin mudar. Caminé hacia el monte. A varios metros lo vi y me acerqué a él. —¡Quiko!. -grité. El animal volteó, me miró y empezó a rebuznar como asustado. —¡Quiko, quieto! –le repliqué. Mas la bestia como quien le huye al demonio emprendió la huida, rompiendo de un tiró